La Pascua, como ya ha sido expresado reiteradamente, es la fiesta central del cristianismo, pues Cristo, muerto y resucitado, es el centro de nuestra fe cristiana. Ninguna celebración cristiana es tan importante como la pascua de Jesucristo, el misterio de encarnación. La Pascua es manifestación de alegría, visible y contagiosa, que renace de un corazón renovado por el encuentro con el Señor Resucitado y el descubrimiento de su presencia cotidiana en los hermanos, aun en las circunstancias tan particulares de la historia que estamos viviendo. Cristo vive y sigue peregrinando con nosotros. La Pascua es un acto profundo de amor y preocupación de Dios por su pueblo.
¿Somos todos los cristianos conscientes de esto? ¿Lo aceptamos como verdad? O sólo es una fecha en la cual nos sentimos obligados a reunirnos en familia o ir a misa.
Celebrar la Pascua es conmemorar aquello acontecido en Nazaret: el triunfo de la vida sobre la muerte. La resurrección de Jesucristo no es sólo "un hecho religioso" que se produce en el interior de la intimidad y el silencio de cada uno de nosotros; sino que más bien transforma toda la vida de las personas; renueva a los hombres, a la creación. Nos enseña a vivir y a ver todo desde una perspectiva resucitada. Junto a Cristo, los cristianos debemos celebrar también nuestra propia Pascua, nuestra resurrección.
¿Qué implica vivir hoy como resucitados? ¿Cómo se puede celebrar la resurrección, de forma razonable, en un mundo donde estamos rodeados de violencia, hipocresía, consumismo, injusticias?
Creo que la Pascua nos invita a echar una nueva mirada a nuestro vivir cotidiano. A alzar nuevamente los brazos en la construcción de un mundo mejor y no dejarnos abatir. Pero nadie puede dar lo que no tiene, y es por eso que, la Pascua, nos compromete a que comencemos a modificar desde nosotros mismo, desde lo sencillo, desde lo cotidiano. Más desde el "ser" que desde el "deber ser". No desde la obligación, sino desde la conversión.
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